Presentación

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André Breton, por Étienne-Alain Hubert y Philippe Bernier

Sumario

 

“En 1942 en América, dirigiéndome en una charla a los estudiantes de la Universidad de Yale, yo hacía valer que: ‘El surrealismo ha nacido de la afirmación de una fe sin límites en el genio de la juventud.’ Esta fe, por lo que me atañe, no he renegado de ella ni por un instante. Chateaubriand dice magníficamente: ‘Siendo hijo de Bretaña, me gustan las landas. Su flor de indigencia es la única que no se haya marchitado en mi ojal.’ Yo también participo de esas landas, varias veces han sido desgarradoras para mí, pero me gusta esta luz de fuego fatuo que atizan en mi corazón. En tanto que esta luz ha llegado hasta mí, he hecho lo que estaba en mi poder por transmitirla: me es grato pensar que aún no se ha apagado. Para mí, ahí entraban en juego mis posibilidades de no desmerecer de la aventura humana.”

André Breton, Entretiens [Entrevistas], 1952.

 

1. Albas

“Quizás sea la infancia lo que más se acerque de la vida verdadera”, dice el Manifeste du surréalisme [Manifiesto del surrealismo] de 1924. Ya sea que se las considere desde fuera a través de algunos documentos, ya sea que cobren vida con las escasas confidencias del escritor sobre aquel periodo, la infancia y la adolescencia de André Breton, nacido en 1896, bien poco parecen justificar aquella afirmación apasionada que reaviva la célebre expresión de Rimbaud. Aparentemente, los años de infancia y de adolescencia fueron grises y solitarios, discurriendo por los tristes paisajes suburbanos de las afueras del norte de París. La familia, en cuyo seno la dulzura y el humor del padre, mero empleado, quedan mermados por la rigidez de una madre devota, pertenece a una muy pequeña burguesía. Breton conservará una imagen conmovedora de las estancias pasadas en casa de su abuelo materno, instalado en Saint-Brieuc. El anciano, que de cuando en cuando sabía mostrar su don de cuentista, le transmitió el gusto por las plantas, los insectos, las piedras singulares: el poeta de Les Champs magnétiques [Los campos magnéticos] y de “Langue des pierres” [Lengua de las piedras] sabrá tenerlo en mente.

Breton será alumno en la escuela comunal de Pantin: de ahí le quedará, para toda la vida, un apego por los cuadernos escolares con cubiertas ilustradas —escenas históricas, animales exóticos, ciudades y paisajes del mundo— y por los libros de aventuras escritos para niños: “espléndida ilustración de las obras populares y de los libros de infancia, Las aventuras de Rocambole o El Indio Costal. Las composiciones de Max Ernst le devolverán, mucho más tarde, la magia de estos mismos. En 1907, no es al liceo, que prodiga a los jóvenes burgueses una enseñanza clásica tradicional, donde accede, sino en el colegio Chaptal que propone una formación más pragmática, sin estudios de latín ni griego. Sin duda pueda descifrarse en las convicciones revolucionarias de un Breton ya adulto la revancha de ese “niño azorado y algo acorralado”, del cual volvió a encontrar la imagen en sí mismo poco antes de su muerte, como lo declaraba a una allegada, Marguerite Bonnet. Esta neblina, donde se encontraba sumido a su pesar, se despeja con la amistad cómplice del sarcástico Théodore Fraenkel, ya entonces gran aficionado de Alfred Jarry, y las recomendaciones de lectura de un profesor de letras, Albert Keim, que inicia a su alumno a Baudelaire y a Mallarmé.

Aquella vida verdadera, será entonces en la literatura y en el arte donde se deje entrever. Alentado por su pasión del Simbolismo, fascinado por el renunciamiento ejemplar de Paul Valéry, quien eligió, con toda lucidez, dar por terminado el ejercicio de la poesía, y cuyo destino enlaza a sus ojos con el de Rimbaud, Breton escribe el 7 de marzo 1914 una carta a Valéry ―a la que añade sus primeros escarceos poéticos―. Es la carta de un adolescente entusiasta y avezado a la par: “Además de La velada con Monsieur Teste, en donde el grado de análisis y la facultad de expresión me hacen entrever una de las más incontestables obras maestras del Simbolismo, soy, desde luego, admirador de sus poemas, y eso que acabo igualándolos bien poco.” Valéry contestará enseguida a su admirador, risueño y con atenta consideración; de ahí se entabla una relación epistolar que dura varios años, de una calidad intelectual y humana constante.

En cuanto a los pintores, lo atraen Bonnard, Vuillard, Ker-Xavier Roussel, los Prerrafaelitas ingleses, y ante todo Gustave Moreau. “El descubrimiento del museo Gustave Moreau, cuando tenía dieciséis años, ha condicionado para siempre mi manera de amar. La belleza, el amor, allí es donde me fueron revelados, a través de algunos rostros, algunas posturas de mujeres.”

 

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2. Pedir auxilio a los poetas

1914. La declaración de guerra provocó estupor a Breton, impregnado de aspiraciones anarquistas y socialistas. Uno de los recuerdos más vivos de su juventud, evocado al principio de Arcane 17, es la manifestación pacifista del 16 de marzo de 1913: “La bandera roja, pura de marcas e insignias, siempre la contemplaré con el mismo ojo que tenía a los diecisiete años, cuando, durante una manifestación popular en vísperas de la otra guerra, la vi desplegada por millares, en el cielo nublado del Pré Saint-Gervais”.

En otoño de 1913 inició estudios de medicina, que prosiguió antes de ser llamado a filas en febrero de 1915. Mientras Europa estaba en guerra, él mismo fue destinado a los departamentos psiquiátricos de varios hospitales militares en la retaguardia y en el frente. Se dedicó de lleno al estudio de los clásicos de la psiquiatría. En agosto de 1916, en el centro neuropsiquiátrico de Saint-Dizier, leyó las obras de Régis y Hesnard, y descubrió la esencia del pensamiento de Freud, cuyas obras aún no habían sido traducidas al francés: esta lectura tuvo para él un efecto de revelación, que explicó en largas, entusiastas y detalladas cartas a su amigo Théodore Fraenkel. Sólo el pensamiento de Freud le dio el impulso inicial para buscar asociaciones verbales inesperadas, nuevas y sorprendentes, fuera de los ámbitos controlados por la conciencia y la voluntad.

Esta pasión por la psiquiatría y el análisis freudiano no está exenta de cuestionamientos y desgarros intelectuales. Releídas por un conocedor de la psiquiatría, las obras más inquietantes de la modernidad, como las de Jarry o Rimbaud, ¿no corren el riesgo de ser vistas desde el ángulo de la psicopatología? Breton confesó a un interlocutor distinguido, en este caso Apollinaire, la inquietud devastadora que le suscitaban sus conversaciones con los locos: “Nada me impresiona tanto como las interpretaciones de esos locos. ¿Acaso no saco de nuestras conversaciones el mismo desasosiego que ellos? Mi error instintivamente es someter al artista a una prueba similar. Dudo que Rimbaud salga indemne de semejante examen (Una temporada en el infierno), y contemplo con pavor lo que se hundirá de mí junto con él”. (Carta del 15 de agosto de 1916).

Porque en el caos de la guerra, la presencia de los poetas era una ayuda sin igual. “¿Cómo no iba a sentir la tentación de pedir auxilio a los poetas en tales condiciones?”, dirá Breton en sus Entretiens. Los textos de Rimbaud —en primer lugar el poema “Rêve” [Sueño], una polifonía burlesca e inquietante revelada por La Nouvelle Revue française en julio de 1914— le acompañaron y modelaron su visión tanto como su escritura. Y en 1916, estando de permiso, conoció a Apollinaire: “Era un gran personaje, en cualquier caso de los que no he vuelto a ver. Bastante azorado, es cierto. El lirismo en persona. Sus pasos arrastraban la procesión de Orfeo”. En el entorno de Apollinaire, conoció a Pierre Reverdy, quien inmediatamente acogió sus poemas en la revista Nord-Sud, que acababa de fundar. En sus Entretiens, Breton evocaría la emoción única que le producía la poesía de Reverdy con fórmulas vibrantes y profundas: “Por mi parte, amé y sigo amando —sí, con amor— esta poesía que entresaca con amplios cortes lo que envuelve la vida cotidiana, este halo de aprensiones e indicios que flota en torno a nuestras impresiones y nuestros actos”. En 1917, en torno a Apollinaire y Reverdy, y con pocos meses de diferencia, entabla amistad con dos jóvenes poetas, Aragon y Soupault: el preludio de la aventura surrealista.

Jacques Vaché fue una figura singular, inclasificable, a quien Breton conoció a principios de 1916 en el hospital de Nantes. Como dandi trágico, cuya resistencia a las convenciones y a las renuncias fomentadas por la vida social era infalible, Vaché ejerció una influencia indeleble en Breton. Las Lettres de guerre [Cartas de guerra], dirigidas a Breton, Fraenkel y Aragon, escritas en un estilo disonante, desenfadado e inimitable, son la expresión irónica de lo que Breton llamaría “la deserción dentro de uno mismo”. De espíritu corrosivo y sin ninguna consideración por los literatos, por vanguardistas que fueran, Vaché inició una larga investigación sobre los poderes del humor, que culminó en la Anthologie de l’humour noir [Antología del humor negro].

 

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3. ¿Por qué escribe usted?

Es de notar que a partir de 1916, diversas solicitaciones convergieron para llevar progresivamente a Breton hacia un cuestionamiento radical sobre la escritura. Iniciación a una poesía moderna que menoscaba el “antiguo juego de los versos” —para retomar la expresión de Apollinaire en el poema “Les Fiançailles” [Noviazgo]—, influencia mordaz de un Valéry, apreciado no tanto por su producción poética, como por el nihilismo lúcido de Monsieur Teste, complicidad breve e intensa con Jacques Vaché, nueva mirada con la que la iniciación a la psiquiatría y al psicoanálisis invitan a contemplar las producciones poéticas. De regreso a París, tras el armisticio del 11 de noviembre de 1918, con la exaltación del regreso a la vida literaria y artística, descubre en la Biblioteca nacional las poco conocidas, por entonces, Poesías de Isidore Ducasse (Lautréamont). Febrilmente, las copia, compartiendo con Aragon y Soupault su entusiasmo por “la idea moderna de la vida” que le parecen anunciar, así como por la denuncia del acto mismo de escribir que practica Ducasse, con la negación sistemática y la vuelta de tuerca de máximas de moralistas.

No habrá por qué extrañarse de que figure la reproducción de las Poesías de Ducasse en los primeros sumarios de la revista Littérature [Literatura], fundada por Breton en marzo de 1919 con Aragon y Soupault. Bajo unas apariencias conciliadoras en sus inicios, y otorgando en un principio digna cabida a la generación de Gide y de Valéry, esta enjuta publicación se abre enseguida a un espíritu más subversivo. Es así como en mayo de 1919, ostentando la ruptura total con un Simbolismo del cual se habían ido alejando sus primeras tentativas poéticas, y mostrando en cambio su fascinación por la “publicidad” moderna (sin olvidarse de la exhortación de Apollinaire: “Rivaliza pues poeta con las etiquetas de los perfumistas”), Breton publica el poema “Le Corset-Mystère” [El corsé-misterio], compuesto con retazos de publicidad, expresiones populares, modismos. No sin violencia iconoclasta, esa misma con la que el movimiento Dada, al mismo tiempo, marcaba el paso.

De Suiza es efectivamente desde donde llega el mensaje decisivo. Hace mella en Breton la larga carta recibida el 21 de septiembre de 1919, del joven poeta rumano Tristan Tzara, fundador de Dada, cristalizando su suspicacia frente a la legitimidad misma de la práctica literaria. “Si uno escribe, no es más que un refugio: sea cual sea el ‘punto de vista’. No escribo por profesión. […] Se escribe también porque no hay suficientes hombres nuevos, por costumbre…” En noviembre de 1919, Littérature lanza su famosa encuesta: “¿Por qué escribe usted?” Los iniciadores se quedarán con dos respuestas radicales: la de Paul Valéry, irónico y nihilista, “Por debilidad”; la de un personaje del escritor noruego Knut Hamsun, “Escribo para abreviar el tiempo”.

Tzara llega a París el 17 de enero de 1920. Hasta el final de 1921, el grupo de Littérature reivindica su compromiso con el movimiento Dada. Asumen una participación activa en manifestaciones deliberadamente escandalosas: lecturas de manifiestos provocadores, representaciones de números impregnados por un sentido de lo absurdo, el festival Dada en la sala Gaveau, el vernissage tumultuoso de una exposición de Max Ernst el 2 de mayo 1921, etc. Aunque interiormente se desentienda de estas actividades, que su correspondencia y sus escritos apenas mencionan, no por ello Breton rehúsa una participación sistemática con Dada, hasta que sus reticencias propias y algunas fricciones con Tzara lo lleven a distanciarse definitivamente.

 

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4. La escritura automática

Contrariamente a una leyenda reciente, la invención de la escritura automática no se debió a las ideas del psicólogo Pierre Janet, profesor del Collège de France, sobre el “automatismo psicológico”; tampoco a la parapsicología del inglés Myers, totalmente desconocida para Breton antes de finales de 1924. Hay que recordar que el descubrimiento del pensamiento de Freud se remonta al verano de 1916, causando una agitación que puede medirse día a día en su correspondencia. A la cabeza de los nuevos horizontes vislumbrados: el énfasis puesto por el psicoanálisis en la palabra hablada, a través de la cual se establece la relación entre el sujeto y el médico. El hecho de que Freud y el joven Jung analizaran textos de Goethe y Shakespeare dio lugar al proyecto de producir, abandonándose a la inspiración, documentos cuyo desciframiento revelaría el “mineral en bruto”, el “oro” del pensamiento. Dejar correr su pluma daría al sujeto la mejor oportunidad de liberarse de la censura.

En pleno período de esa exaltación casi continua que supuso 1919, Breton y su amigo Philippe Soupault se pusieron a escribir lo esencial de Les Champs magnétiques [Los campos magnéticos] en el espacio de unas pocas semanas, un experimento apresurado y atormentado, que escriben turnándose, actuando cada uno a su vez como el “polo” del imán. Un relato posterior da vida a la extraña situación de los actores, que en realidad eran “conducidos” por el flujo verbal: “Llenábamos páginas con esta escritura sin tema; veíamos producirse hechos que ni siquiera habíamos soñado, producidos por las alianzas más misteriosas; avanzábamos como en un cuento de hadas.”

La revista Littérature no tardó en publicar un fragmento, “La Glace sans tain” [Espejo de dos caras], cuya fiebre glacial no ha perdido nada de su poder sobre los lectores de hoy: “Prisioneros de las gotas de agua, no somos más que animales perpetuos. Corremos por las ciudades sin hacer ruido y los carteles encantados ya no nos conmueven. ¿Qué sentido tienen estos grandes y frágiles entusiasmos, estos saltos resecos de alegría? Ya solo conocemos estrellas muertas; miramos caras; y suspiramos de placer. Nuestras bocas están más secas que las playas perdidas; nuestros ojos se vuelven sin rumbo, sin esperanza. No quedan más que estos cafés donde nos reunimos para beber estas bebidas frías, estos alcoholes diluidos, y las mesas son más pegajosas que estas aceras donde han caído nuestras sombras muertas de la víspera. [...] Cuando los grandes pájaros levantan el vuelo, se van sin decir ni pío y el cielo estriado ya no resuena con su llamada. Pasan por encima de lagos y fértiles marismas...”.

Estas líneas parecen desafiar cualquier comentario. “Nos acercamos a una orilla en la que faltan puntos de referencia. En las palabras de la voz interior, a través de la carencia de sentido así como en el brillo de las fórmulas, algo se está diciendo, imperiosamente, pero tan oblicuamente que el propio ‘escribiente’ no posee el código capaz de descifrar este lenguaje. Los polos, cuyas líneas de inducción no hacen más que materializarse en las limaduras de las frases, permanecen tan invisibles para él como para cualquier otro. Todo sucede como si la palabra que brota bajo el efecto de fuerzas subterráneas, por una especie de movimiento dialéctico, se volviera activa a su vez.” (Marguerite Bonnet).

La tradición académica ha privilegiado con exceso el papel de la escritura automática, reduciendo el surrealismo a ésta, olvidando que el propio Breton habló más tarde de la “desgracia continua” que había asolado esta práctica: jamás se le ocurriría publicar los numerosos cuadernos cubiertos de la “escritura sin tema”. El hecho es, sin embargo, que esta escritura se presentará constantemente como un recurso, una reconexión vigorizante con el borbotón original del lenguaje. Testigo de ello son los desconcertantes arrebatos verbales de poemas largos y reflexivos como Pleine marge [Pleno margen] (1940) y Les États généraux [Los estados generales] (1943). Hacia el final de su vida, en lugar de los grandes dictados del inconsciente, Breton prefiere “frases o segmentos de frases, fragmentos de monólogo o de diálogo, extraídos del sueño y retenidos sin error posible debido a lo claras que son su articulación y su entonación al despertar” (Le La [El la], 1961).

 

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5. Hacia lo que nos reclama

“No se dirá que el dadaísmo haya servido para otra cosa más que para mantenernos en este estado de disponibilidad perfecta en el que nos encontramos y del cual vamos ahora a alejarnos con lucidez, hacia lo que nos reclama.”

André Breton, Les Pas perdus [Los pasos perdidos], 1924.

Relaciones ya dificultosas con Tristan Tzara, reticencias crecientes ante las actividades dadaístas, toma de conciencia del riesgo ético que contiene la revuelta sistemática: a partir de 1922, Breton da la espalda a Dada. En el taller que ocupa a partir de entonces, rue Fontaine, alrededor de él y de Simone Kahn, con quien se casó el año anterior, se reúnen Crevel, Desnos, Péret. Perfilada en las manifestaciones Dada, la conciencia de grupo alcanza su plena dimensión e inspira actividades auténticamente colectivas. Se lleva a cabo una verdadera exploración del terreno mental, a través de las revelaciones desconcertantes y de las transcripciones de sueños, así como con los juegos colectivos. Un poco más tarde, diferenciándose de las sesiones donde un espiritismo ordinario trata de comunicar con el más allá, se multiplican las experiencias de sueño hipnótico, en las que Crevel y sobre todo Desnos tendrán verdadero protagonismo, a veces peligrosamente, hasta que Breton tomará la decisión de darles el punto final. Reanudando con la idea romántica de la inspiración tan refrenada por la época, Breton espera entonces que la “entrada de los médiums” sea una vía de acceso a las confidencias del inconsciente, tanto como al libre despliegue de las virtualidades del lenguaje. Es así como Simone Breton evoca en una de sus cartas las aptitudes excepcionales de Desnos para profetizar “en un estilo misterioso, simbólico, cosas mejores que la verdad si es que no son la verdad, y con un tono impresionante, como debían ser para los griegos los oráculos de sus sibilas. Incluso más impresionante, porque no es una mujer nerviosa la que habla, sino un poeta, impregnado de todo lo que amamos y lo que creemos que se arrima al trasfondo de la vida”. Añádanse los mensajes singulares captados en lo cotidiano: encuentros, palabras cogidas al vuelo, señales tan imperiosas como enigmáticas.

“Plutôt la vie” [Antes la vida], del poemario Clair de terre [Claro de tierra] (1923), deja entrever lo peligroso y lo atractivo que hay en tales reorientaciones existenciales:

“Antes la vida con sus sábanas conjuradoras
Sus cicatrices de evasiones
Antes la vida antes esta rosácea sobre mi tumba
La vida de la presencia nada más que presencia
Antes la vida con sus salas de espera
Cuando uno sabe que ahí nunca le abrirán paso […]
Antes la vida desfavorable y larga
Aun cuando los libros se cerrasen aquí sobre rayos menos suaves
Y cuando allá hiciese un tiempo mejor que mejor haría libre sí
Antes la vida”

Otra solicitación acuciante por aquel entonces es la de la pintura. Además de su inclinación personal que le hizo adquirir muy pronto el turbador Le Cerveau de l’enfant [El cerebro del niño] de Chirico, o brindarle ayuda a Max Ernst en sus comienzos difíciles en París, Breton tiene desde 1920 una función de consejero artístico para el costurero Jacques Doucet. No es el menor de sus logros el haber hecho entrar en la colección del mecenas Les Demoiselles d’Avignon de Picasso, lienzo considerado como iniciador del cubismo —hoy en día en el Museo de Arte moderno de Nueva York—. Más aún, se trata a su modo de ver de una obra considerable en la aventura moderna. Como se lo escribe a Doucet, el 6 de noviembre de 1923 para incitarlo a comprarlo, “he aquí una obra que traspasa para mí singularmente la pintura, es el teatro de todo lo que sucede desde hace cincuenta años, es el muro delante del cual han pasado Rimbaud, Lautréamont, Jarry, Apollinaire y todos los que seguimos amando.”

 

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6. Manifeste du surréalisme

Aunque el grupo en torno a Breton existía desde hacía varios años, en 1923 seguía siendo una constelación en peligro de escisión, dividida a veces por opiniones políticas divergentes, y destinada a alianzas temporales con fuertes personalidades vanguardistas, como el pintor Picabia: las relaciones de Picabia con Breton pasaron por eclipses espectaculares, cuando no por una hostilidad abierta. Las inevitables dificultades de la vida cotidiana añadieron su propio desgaste. Más de uno se vio obligado a colaboraciones periodísticas, que otros vieron con malos ojos: Aragon fue criticado por haber dirigido durante unos meses una revista semanal de entretenimiento y literatura, Paris-Journal.

Si a finales de 1924, el surrealismo había dejado definitivamente de ser el “movimiento confuso” —término irrisorio que el propio grupo utilizó durante un tiempo—, fue gracias a que Breton publicó el primer Manifeste du surréalisme [Manifiesto del surrealismo] que éste adquirió una sólida posición ante los ojos del gran público. El sencillo prefacio que Breton pretendía dar a los breves poemas automáticos de Poisson soluble [Pez soluble] se convirtió, en el curso de la redacción, en el Manifeste justamente citado como uno de esos grandes textos de referencia cuya significación puede apreciarse más allá de las circunstancias que les dieron origen. Fue en estas páginas donde la palabra “surrealismo”, adelantada por Apollinaire en 1917 en el sentido general de ir más allá de la realidad y reorientada por Breton desde 1922, recibió su famosa definición centrada en el “automatismo psíquico puro”. Estos dos adjetivos pretendían evitar cualquier confusión con la moda contemporánea de los fenómenos metapsíquicos de transmisión del pensamiento o de comunicación con los espíritus.

“SURREALISMO. m.: Automatismo psíquico puro por el cual se propone expresar, verbalmente o por escrito, o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento, en ausencia de todo control ejercido por la razón, sin ninguna preocupación estética o moral”.

No menos famosas son las consideraciones sobre la imagen en las que se revive la idea fundadora heredada de Reverdy en 1918: “La imagen es una creación pura de la mente. No puede surgir de una comparación, sino de la reunión de dos realidades más o menos distantes”. Breton irá más allá en una formulación que consideraba todavía marcada por la intelectualidad (algo de lo que Reverdy se defendió poco después en una carta amistosa y precisa). Llevando al extremo la idea de que la imagen poética posee, según el vocabulario de la electricidad estática tan apreciado por el autor, un mayor “potencial” cuanto más alejados estén los términos reunidos, el Manifeste sugiere, con ejemplos que lo avalan, que se hagan poemas “ensamblando lo más gratuitamente posible [...] títulos y fragmentos de títulos recortados de periódicos”. Cuando se ofrecen al lector, algunos montajes tipográficos desconcertantes hacen surgir significados inquietantes y escurridizos; de estos fragmentos recortados de anuncios y sometidos a un ensamblaje totalmente aleatorio, ¿es de extrañar que surja una ensoñación sobre la feminidad?

Pero el Manifeste también vibra con esperanzas revolucionarias que van más allá del ámbito de la literatura. Como escribió en una ocasión Marguerite Bonnet, vislumbrando “como un temblor de preguntas” bajo las fórmulas a veces perentorias, lo que está en juego es una redefinición del hombre. Entendamos este texto como un precepto a rechazar la tentación de abdicar ante la coacción social y a desplegar las virtualidades de la imaginación; más ampliamente, como una llamada a liberar el espíritu.

 

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7. La Révolution surréaliste

Hemos visto, a través de la evolución que lleva al Manifeste de 1924, hasta qué punto la práctica literaria sigue siendo objeto de un grave debate. Varias veces, durante estos años, le atosiga a Breton la tentación de renunciar a la escritura, renuncia de la cual Rimbaud había dado, para él, el ejemplo insuperable. En cuanto a los textos automáticos, no tienen para él estatuto de obras literarias, sino el de testigos del flujo de la corriente interior. Esta insatisfacción, así como la necesidad de responder sobre planos distintos a la necesidad de liberación, explican que al poco tiempo de publicarse el Manifeste, el surrealismo se afirme a finales de 1924, en una revista cuyo título promulga una ambición más extensa.

Bajo una portada roja, donde sobresale “Hay que llegar a una nueva declaración de los derechos humanos”, La Révolution surréaliste [La revolución surrealista] propone una presentación y una organización por secciones, calcadas de una revista de vulgarización científica de la época. Las rúbricas “sueños”, “poemas”, “textos surrealistas”, “crónicas”, etc., responden a la necesidad de abrir a los lectores el acceso a una búsqueda que, al ensanchar sus objetivos, propone apuntar a una inversión del orden radical y sistemática. Destaquemos, en uno de los primeros artículos de Breton (“Pourquoi je prends la direction de La Révolution surréaliste” [Por qué tomo la dirección de La Révolution surréaliste], 15 de julio 1925), este programa donde se plasman una confianza renovada en el espíritu de Hegel, asiduamente leído por Breton, y un desapego absoluto respecto al orden establecido: “Sea cual sea la apariencia escurridiza a la que la vida nos condena momentáneamente, es imposible, puesta nuestra fe en su aptitud vertiginosa y sin fin, que podamos algún día desmerecer del espíritu. Que quede bien claro, sin embargo, que no queremos tomar ninguna parte activa en el atentado que los hombres perpetran contra el hombre. Que no tenemos ningún prejuicio cívico. Que, en el estado actual de la sociedad en Europa, seguimos conformes con el principio de toda acción revolucionaria…”

De ahí, unas posiciones cada vez más enconadas respecto a la actualidad: una lucha antirreligiosa emprendida con virulencia, mientras se multiplicaban las conversiones de escritores; una hostilidad hacia la guerra colonial en el Rif, lo que contribuye al acercamiento entre surrealistas y la izquierda militante; y poco después, una afinidad de principio con el Partido Comunista.

La historia de la revista no puede resumirse en unas meras líneas. Quebrantada en ocasiones por disensiones y dificultades de toda índole, La Révolution surréaliste acompaña hasta 1929 los compromisos, las reorientaciones, las escisiones. En varios números sucesivos Breton publicará en ella Le surréalisme et la peinture [El surrealismo y la pintura], y gran parte de sus páginas fundamentales. El florecimiento del surrealismo otorga a los sumarios un lustre sin precedente. Poemas de Éluard transparentes y dolidos, textos de Desnos atormentados por “la Misteriosa”, primeras prosas de Leiris, martilleadas proclamaciones de Artaud, poemas subversivos de Benjamin Péret, ensayos de Aragon deslumbrantes de virtuosidad, se ensamblan con una ilustración que nunca es indiferente: fotografías de Atget y de Man Ray, reproducciones de cuadros de Picasso, de Masson, de Miró y de otros tantos, collages de Max Ernst, dibujos de Magritte, etc. En la interacción del conjunto y en el contraste entre texto e imagen, pocas revistas ofrecen de tal manera al lector el sentimiento de lo imprevisto.

 

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8. El grupo surrealista

A pesar de su intermitente deseo de soledad, Breton tuvo constantemente la voluntad y la necesidad de reunir a su alrededor a otros seres cuyos caminos corrían paralelos al suyo, del mismo modo que, a otro nivel, practicaba la escritura a varias manos con Soupault, Éluard y René Char. Cierto es que el grupo surrealista no fue la primera agrupación literaria que surgió, pero la dimensión colectiva que Breton dio al surrealismo, y para la que más tarde soñaría con una extensión internacional, no tenía precedentes. No se trataba sólo de enriquecer el movimiento mediante la amistad y el intercambio, y si era necesario, de reivindicarlo mediante actos de autoridad o decisiones de exclusión que a veces se consideraban tiránicas —y a veces lo eran—. Para Breton, cuya mente estaba siempre alerta y movida por “la afirmación de una fe sin límites en el genio de la juventud”, el grupo, para el que soñaba con un público cada vez más numeroso, ofrecía la mejor oportunidad para que se exaltaran las aportaciones de las personalidades individuales, para que las voces individuales hablaran de lo que nunca antes se había oído, para que se relanzara constantemente la búsqueda de lo profundo y lo maravilloso.

Todo empezó realmente en 1924. Un pasaje del Manifeste utiliza la utopía de un castillo ideal como pretexto para hacer el recuento de quienes, en este periodo excepcional de efervescencia colectiva, compartían el mismo fervor explorador: “Hoy pienso en un castillo, cuya mitad no está necesariamente en ruinas; este castillo me pertenece. [...] Algunos de mis amigos viven allí: Louis Aragon se marcha; sólo tiene tiempo de saludar; Philippe Soupault se eleva con las estrellas y Paul Éluard, nuestro gran Éluard, aún no ha regresado. Aquí están Robert Desnos y Roger Vitrac, descifrando un viejo edicto sobre los duelos en el parque; Georges Auric, Jean Paulhan; Max Morise, que rema tan bien, y Benjamin Péret en sus ecuaciones de pájaro [...]. Francis Picabia viene a vernos y, la semana pasada, en el salón de los espejos, recibimos a un tal Marcel Duchamp al que aún no conocíamos. Picasso está cazando cerca.”

El grupo afirmó su presencia mediante declaraciones colectivas, exposiciones con valor de manifiestos y octavillas. Por ejemplo, la declaración La Révolution d'abord et toujours [La revolución primero y siempre], que promovió la oposición a la guerra de Marruecos y que reunió a un abanico de sensibilidades de izquierda, era una forma de cuestionar la idea de revolución, todavía tomada en un sentido muy amplio, desarrollando un mito del Oriente —el Este como la esperanza de los comunismos occidentales—.

Junto a las actividades ideológicas y políticas, el objetivo es también abrir el campo de experiencias a todo el mundo, aumentar el número de confrontaciones —sobre todo entre artistas y escritores— y fomentar actividades inventivas y lúdicas en las que se comprometan valores esenciales. De ahí las encuestas: “¿Qué esperanzas ponen en el amor?” (La Révolution surréaliste, 15 de diciembre de 1929). El “cadáver exquisito” es un collage plástico o escrito al que cada jugador, dibujando o escribiendo sin que los demás lo sepan, contribuye a ciegas; su nombre proviene de la primera obra originada por este método, “Le cadavre exquis boira le vin nouveau” [“El cadáver exquisito beberá el vino nuevo”]. Entre los diversos juegos basados en la analogía, “L’un dans l'autre” [Lo uno en lo otro] revela una pompa de jabón en una castaña o un guiño en una perdiz (Médium, 1954). Mediante las colisiones del lenguaje, Breton pensaba que este juego “podía devolver a la poesía el sentido de la inmensidad de sus poderes perdidos”.

La adhesión del grupo, hasta la muerte de André Breton, a horizontes comunes no evitó tensiones: la cuestión del compromiso político —algunos lo rechazan y otros lo consideran esencial— dividió constantemente al grupo durante las reuniones, cuyas actas se han conservado y publicado. Soupault fue expulsado el 27 de noviembre de 1926, a pesar de haberse declarado en la reunión anterior “favorable a la adhesión al PC”. De Antonin Artaud sería más exacto decir que se autoexcluyó tras proclamar en una exaltación febril el 23 de noviembre de 1926 “la nada de la actividad revolucionaria”. La ruptura más violenta se produjo en 1929, cuando Bataille, Desnos, Leiris y otros se distanciaron en un clima de crecientes desacuerdos. Breton los había atacado en el Second manifeste du suréalisme, publicado a finales de año en La Révolution surréaliste, y los disidentes respondieron con el panfleto Un cadavre [Un cadáver], tan violento como el fervor que antaño les había unido a Breton. “Mort d’un Monsieur” [“Muerte de un caballero”], dijo Jacques Prévert. Y Bataille: “Le lion châtré” [El león castrado]. El mismo clima de intensidad presidió la marcha de Aragon cuando, en 1932, tras quince años de amistad, ofreció todo su apoyo al Partido Comunista. A su regreso a Francia en 1946, y tras algunas vacilaciones, Breton restablece la actividad del grupo. Fotografías conmovedoras, generalmente tomadas en un café, revelan rostros más jóvenes junto a veteranos como Péret y Toyen: Jean-Pierre Duprey, Nora Mitrani, Pierre Demarne, Radovan Ivsic, Annie Le Brun, Gérard Legrand, Jean Schuster, José Pierre, Jean-Michel Goutier y otros. Evitando la primera fila y a menudo de perfil, Julien Gracq da testimonio de su discreta complicidad.

El gran escritor mexicano Octavio Paz, que conoció bien a Breton, tuvo las palabras justas sobre el líder del grupo: “Se le acusó de ser intolerante y riguroso; se olvida que ese rigor lo ejerció, ante todo, sobre sí mismo”.

 

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9. Nadja, “alma errante” (1928)

Nadja es sin duda alguna la obra de André Breton que ha atraído y sigue cautivando a los lectores más numerosos y fervientes. La sobriedad de un relato, acorde con su autor, “que bate como una puerta”, la turbación poética que emana de la figura de Nadja, las interrogaciones palpitantes que el libro multiplica acerca de las relaciones entre el hombre y el mundo, provocan una irresistible fascinación.

Porque, pese a las afirmaciones de ciertos críticos, este libro no es, ni mucho menos, una novela. La que ha elegido hacerse llamar Nadja —“porque en ruso es el principio de la palabra esperanza y porque no es sino su principio”— ha tenido una existencia cuyos orígenes y desembocadura nos eran dados a conocer desde hace tiempo. Se entenderá que, sobre ello, permanezcamos fieles a la discreción que Marguerite Bonnet había elegido observar.

“De pronto, cuando está aún a diez pasos de mí, llegando en sentido contrario, veo a una joven, vestida muy pobremente, y ella también me ve, o me ha visto. Va con la cabeza alta, contrariamente a todos los demás paseantes.” Cuando Breton se la encuentra en octubre 1926, es una joven inspirada y desconcertante, que pronuncia frases oraculares y traza extraños dibujos: como si el destino le hubiese encomendado que encarnase a la mujer surrealista. “He considerado a Nadja, desde el primer día y hasta el último, como un genio libre, algo así como uno de aquellos espíritus del aire, a los que ciertas prácticas mágicas permiten apegarse momentáneamente, pero que sería inconcebible ganarse.”

El libro relata, día tras día, con un extremado esfuerzo de exactitud, encuentros, paseos al azar por París, conversaciones intensas y sobrecogedoras. Nadja es representada como “sirena”, como Melusina, se dice “alma errante”, consciente de su don profético tanto como de las amenazas de la locura. A pesar del encantamiento que supone su presencia, Breton no quiere ni puede responder al amor que ella siente por él. Primero, demasiados espejismos poéticos confluyen alrededor de Nadja, como para que pudiese verdaderamente alarmarse; él, que no ha cejado en su empeño de liberarse de los constreñimientos de la realidad y la razón. Impotente ante los signos precursores de la alienación mental que la vuelven cada día más asocial, y vuelven su relación más conflictiva, se ve conducido, no sin cierto malestar, a alejarse de ella. Malestar compartido también por el lector, cuando Breton, como lo dice sin disimulo, da un paso atrás frente al verdadero rostro de la locura —y con todo se indigna, unas páginas después, de la sórdida realidad del internamiento en asilo al cual Nadja está condenada, le hacen saber—. Pero, no sin nobleza, no dejó de obedecer al cometido insistente que ella le había hecho, el de escribir un libro sobre ella. Breton conservó su último mensaje, escrito desde un espíritu de renuncia descorazonador: “Gracias, André, lo he recibido todo […]. No quiero hacerte perder el tiempo necesario para cosas superiores —Todo lo que harás estará bien hecho —Que nada te detenga —Hay suficientes personas cuya misión es extinguir el Fuego —Cada día se renueva el pensamiento —Es sabio no detenerse sobre lo imposible.

En aquella época en la que Breton parece estar enteramente volcado hacia la acción militante, Nadja recuerda su vertiente más secreta, su sensibilidad inquieta por lo enigmático, su posición, al acecho ante las señales misteriosas y fugitivas de la vida, su inquietud frente a su propia identidad. Nunca llegaremos a captar más que mensajes enmarañados e intensos: “¿Quién vive? ¿Eres tú, Nadja? ¿Será cierto que el más allá, todo el más allá, se encuentre en esta vida? No te oigo. ¿Quién vive? ¿Estoy yo solo? ¿Soy yo mismo?”

 

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10. 1930 – 1941: acción y sueños

Breton descubrió el pensamiento de Hegel hacia 1924 a través de la obra del filósofo italiano Benedetto Croce, Ce qui est vivant et ce qui est mort dans la philosophie de Hegel [Aquello que vive y aquello que ha muerto de la filosofía de Hegel], como atestiguan ciertos pasajes del primer Manifeste. Unos años más tarde, se entregó a la lectura exhaustiva de las traducciones entonces disponibles, que databan de la segunda mitad del siglo XIX, cuando el pensamiento hegeliano tuvo su primer gran impacto en Francia (siguiendo los pasos de Victor Cousin y Taine, Mallarmé y Villiers de L’Isle-Adam se vieron afectados por esta influencia, por citar sólo los nombres más llamativos): las traducciones de Vera de la Filosofía del Espíritu y de la Filosofía de la Naturaleza, y la traducción de Bénard de las Lecciones sobre la estética. De ahí las innumerables alusiones y citas en los escritos de Breton a partir de los años treinta, hasta el punto de que las expresiones del filósofo, sin comillas, se incorporan con naturalidad a su prosa, se funden en la dinámica de su pensamiento. Por ejemplo, el sistema hegeliano iba a constituir una de las dos bases teóricas para el desarrollo de la noción de humor negro. Hegel proporcionó a Breton la noción de humor objetivo; incluso fue sobre esta noción sobre la que terminó el volumen de las Lecciones sobre la estética, dedicadas al futuro de las formas de arte, como si se tratara del único arte posible en el futuro. Segunda contribución: fue en El chiste y su relación con lo inconsciente de Freud donde Breton descubrió la riqueza poética y la capacidad de subversión inherentes al humor. De ahí el proyecto, nacido hacia 1935 y realizado casi de inmediato, de compilar una Antología del humor negro que abarcase desde Swift hasta los surrealistas. Las dificultades de edición y luego la guerra retrasaron hasta 1945 la difusión de un libro que, en la mente de Breton, era inseparable de los momentos oscuros de la historia, siendo el humor la reacción “sublime” del Espíritu oprimido.

Breton ya había demostrado esta doble orientación, ideológica y psicoanalítica, en 1930 en Le Surréalisme au service de la Révolution [El surrealismo al servicio de la revolución], la revista “más viva (de una vida estimulante y peligrosa)” que había creado. En ella, acogía los textos panfletarios y rabiosos de Crevel, así como las confesiones y composiciones de un Dalí inmerso en el descubrimiento de su “método paranoico-crítico”.

Pero fue sobre todo en Les Vases communicants [Los vasos comunicantes] (1932) donde intentó replantearse la totalidad de la vida, basándose tanto en la exploración del mundo interior abierta por el psicoanálisis como en la presencia del mundo social aprehendida a través del marxismo. Atravesando uno de los periodos más oscuros de su vida, tras haber roto su matrimonio con Simone Kahn, enfrentado a antiguos compañeros, encontrando cada vez más difícil mantenerse en el Partido Comunista y sin un céntimo, intenta recomponerse en este ensayo inclasificable. La primera parte somete la Interpretación de los Sueños de Freud a un examen minucioso y crítico, en la línea del planteamiento anti-idealista del joven Lenin. La segunda parte recorre unos días de inestabilidad, puntuados por fugaces figuras femeninas y singulares coincidencias que, a partir de una breve sugerencia de Engels, sirven para elaborar la noción de azar objetivo. Un tercer movimiento desarrolla el papel del intelectual revolucionario, ocasión de distanciarse de las concepciones de un Partido Comunista que se replegaba hacia el sectarismo. Contradiciendo la línea de Baudelaire (“De un mundo donde la acción no es hermana de los sueños”), el libro pretende establecer que la realidad está contenida en la surrealidad y viceversa, como verdaderos “vasos comunicantes”.

A mediados de la década de 1930, el surrealismo comenzó a ganar audiencia e influencia en Francia y, sobre todo, en el extranjero. Inicialmente colaborador de Minotaure [Minotauro], la excelente revista de Tériade, Breton se incorporó a su consejo de redacción en 1938. Hombre sedentario, internacionalista por convicción, viajó a Bruselas en 1935, a Praga, cuyo ambiente le encantó, a las Islas Canarias y a Londres en 1936, cada viaje estando marcado por la publicación de un Bulletin international du surréalisme [Boletín internacional del surrealismo]. En 1937, organiza en París una gran exposición internacional del surrealismo (que finalmente se celebra en enero-febrero de 1938). En 1938, una serie de conferencias sobre arte y literatura le llevaron a la Ciudad de México, donde conoció a Trotsky y su colaboración dio lugar al manifiesto Pour un art révolutionnaire indépendant [Por un arte revolucionario independiente]. Ese mismo año queda sellada la ruptura definitiva con Éluard, que había sido su mejor amigo durante tantos años y con el que había compartido gustos y lecturas: las diferencias literarias y, sobre todo, políticas, habían hecho mella. No es de extrañar que Breton se pusiera del lado de la España revolucionaria desde el comienzo de la guerra civil; que en 1936 participara en las protestas contra los procesos de Moscú; que tras su desmovilización en agosto de 1940, se instalara en Marsella, y al juzgar intolerable el régimen de Vichy, después de haber sido encarcelado unos días, se embarcara rumbo a Martinica y Estados Unidos en marzo de 1941.

 

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11. L'Amour fou

“Contra viento y marea habré mantenido que este siempre es la gran clave.
Lo que he amado, lo haya guardado o no, lo amaré siempre.”

André Breton, L’Amour fou [El amor loco], 1937

Estas líneas graves y apasionadas, donde los cambios y las separaciones inevitables, lejos de ser ignorados, otorgan todo su valor a la exaltación y a la permanencia, se inscriben en un paisaje moral de tensión y exigencia. No hay que esperarse en Breton a sutilidades en el análisis de aproximaciones y variaciones sobre el sentimiento amoroso, como en un Proust. Como lo escribe Marguerite Bonnet, “el amor, reconocido como una necesidad irresistible del ser, no podría encauzarse más que en la forma de la pasión, invasora y total, y su intrusión en el curso de una vida se presenta siempre como una fuerza arrasadora.” En L’Amour fou (1937), el conmovedor capítulo “La Nuit du tournesol” [La noche del girasol] relata el encuentro con la “ondina”, Jacqueline Lamba, quien poco después se convertirá en su mujer. Un flechazo que hace brotar asociaciones de imágenes y recuerdos:

“Aquella joven que acababa de entrar estaba como rodeada por un vapor —¿vestida de un fuego? — Todo se decoloraba, se congelaba, cerca de esta tez soñada a partir de un acuerdo perfecto de tonos óxido y verde; el antiguo Egipto, un pequeño helecho inolvidable trepando por el muro interior de un pozo muy antiguo, el más ancho, el más profundo y el más oscuro de todos los pozos a los que me he asomado, en Villeneuve-lès-Avignon, en las ruinas de una ciudad espléndida del siglo XIV francés, hoy abandonada a los bohemios. Esta tez jugaba […] sobre una relación fascinante entre los tonos, desde el del sol extraordinariamente pálido del cabello, en ramillete de madreselva —la cabeza bajaba, subía, muy desocupada— hasta el del papel que habíamos pedido que trajesen para escribir, en el intervalo de un vestido tan emocionante quizás en aquel instante que ya no me lo represento siquiera. […] Y bien puedo decir que en ese lugar, el 29 de mayo de 1934, aquella mujer era escandalosamente bella.”

Pero, atendiendo al razonamiento de Breton, este acontecimiento tan turbador e inspirante alcanza su plena significación por haber sido anunciado once años antes, en su poema “Tournesol” [Girasol], que toma así valor premonitorio: “La viajera que cruzó las Halles cuando se ponía el verano / Andaba en la punta de los pies…” Las circunstancias exteriores del acercamiento entre los seres parecen obedecer a una necesidad interior nacida de la espera y del deseo: los encuentros mayores de la existencia son determinados por el fenómeno del azar objetivo definido en Les Vases communicants unos años antes.

Es para celebrar a Jacqueline Lamba que, pocos meses después de su encuentro, Breton publicará en pocos ejemplares el poemario L’Air de l’eau [El aire del agua] (diciembre de 1934), verdadera glorificación íntima que se asemeja, por su intensidad, a ese canto del amor electivo que había sido en 1932 el famoso poema “L’union libre” [La unión libre]. Da fe de ello el último poema de L’Air de l’eau:

“Es
Que por estar asomado al precipicio
De la fusión sin esperanza de tu presencia y tu ausencia
He encontrado el secreto
De amarte
Siempre por primera vez”

En Breton, lo erótico no deja de elevarse a la ética. Mantener en sí mismo la idea del amor como lo más elevado, es cometer un acto simbólico cuyo alcance se extiende más allá de lo individual, rozando así el sueño de una sociedad mejor. Todo, incluso el mundo real, resulta afectado en L’Amour fou por la metamorfosis de la visión: los suntuosos paisajes de Canarias están descritos con los destellos de una escritura que los magnifica y los erotiza: la naturaleza prende fuego y se apaga, al ritmo de las llamas del amor por un ser. “No faltaba más que un gran arco iris de fuego que de mí saliese, para dar precio a lo que existe. ¡Cómo se hace todo más bello a la luz de las llamas! La menor esquirla de vidrio encuentra la manera de ser a la vez azul y rosa. Desde este promontorio superior del Teide, en donde el ojo ya no atisba la menor hierba, donde todo podría ser tan helado y tan oscuro, contemplo, hasta que el vértigo se apodere de mí, tus manos abiertas encima de un fuego de ramitas que acabamos de encender y que crepita, tus manos encantadoras, tus manos transparentes que planean sobre el fuego de mi vida.” Y sin transición, Breton hace surgir el magnífico símbolo del amor, el castillo en forma de estrella —recuerdo del Pabellón de la Estrella de Praga — que parece alzarse desde un barranco hasta el cielo constelado: “En la ladera del abismo, construido con piedra filosofal, se abre el castillo estrellado”.

 

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12. Mito y utopía

Tras obtener un visado de entrada en Estados Unidos a través del Comité Americano para el Socorro de los Intelectuales, Breton abandona Marsella en la primavera de 1941, acompañado por Jacqueline y su hijita Aube —destinataria de la cariñosa y poética carta a “Écusette de Noireuil” con la que termina L’Amour fou— y hace escala forzosa en Martinica. Esta estancia de un mes fue doblemente importante para él: en primer lugar, fue el descubrimiento de la naturaleza tropical, cuya “vegetación frenética”, que parecía surgir de los cuadros del aduanero Rousseau, conciliaba para él “lo asible y lo angustioso, la vida y el sueño” y se inscribía en la mitología de la infancia; inspiró algunos de los poemas en prosa de Martinique charmeuse de serpents [Martinica encantadora de serpientes] (1948), que su amigo André Masson enriqueció con sus propias aportaciones, texto e ilustraciones. Breton también conoció al poeta martiniqués Aimé Césaire, cuya importancia ensalza en Un grand poète noir [Un gran poeta negro], un artículo que se convertiría en el prefacio de Cahier d'un retour au pays natal [Cuaderno de un regreso al país natal], el primer libro publicado de Césaire.

Breton pasó cinco años en Nueva York. Los primeros meses fueron difíciles: la cuestión material; las reticencias ante una comunidad francesa dividida; la leal e incómoda actitud de desconfianza impuesta al extranjero que era (aunque nunca ocultaría su deuda con el país de acogida); la irritación ante el éxito mundano y publicitario del surrealismo, del que Salvador Dalí se había convertido en el sospechoso emblema; pero, sobre todo, la incertidumbre y la inquietud ante la convulsión del orden mundial, sobre la que su trabajo de locutor en Voice of America [Voz de América], programa radiofónico difundido en la Europa ocupada, le mantenía informado a diario y le permitía evaluar las amenazas y esperanzas que se alternaban. Su vida personal se vio ensombrecida por el final de su “amor loco”. Sin embargo, en esta ciudad donde la vida artística se había enriquecido súbitamente con la afluencia de creadores procedentes de Europa, iba a inaugurar una serie de actividades que, en su opinión, debían disipar la confusión reinante. Con su fiel amigo Marcel Duchamp, organiza una exposición de obras surrealistas; crea la bella revista VVV, cuyo título es un programa de triple victoria: victoria sobre el nazismo, victoria sobre las fuerzas de opresión social, victoria sobre “todo lo que se opone a la emancipación del espíritu”. Los textos y las ilustraciones son de Max Ernst, Lévi-Strauss, Mabille, Péret, Matta, Chagall, Masson, Miró, Tanguy, entre otros.

La búsqueda a la que no podía renunciar le permitió vislumbrar nuevos horizontes que las ideologías de la paz y de la preguerra no le habrían permitido concebir: la esperanza de fundar el mundo futuro sobre nuevos mitos, a los que se dedicarían una exposición y un número de la revista VVV. Breton impulsó una ensoñación —cuestionadora, cabe señalar— sobre el mito de los Grandes Transparentes, próximo a ciertas representaciones de Marcel Duchamp y del pintor Matta: “¿Un nuevo mito? ¿Hay que convencer a estos seres de que son un espejismo o darles la oportunidad de descubrirse a sí mismos?”

Breton investigó paralelamente el socialismo utópico y humanista del siglo XIX, dominado por la singular figura de Charles Fourier, cuya obra redescubrió. Fourier, según Breton, fue el hombre que quiso alcanzar el orden absoluto a través de la libertad absoluta, soñando con una sociedad diversificada hasta el extremo donde las pasiones de cada individuo, liberadas de toda represión, se armonizarían para el bien de todos. Breton rindió homenaje poético a este profeta inspirado e imaginativo en su Oda a Charles Fourier (publicada en 1947), una clara condena de los excesos totalitarios del marxismo.

“Como tú, Fourier
Tú, erguido entre los grandes visionarios
Que creyó que la rutina y la desgracia podían superarse...
¡Tuyo es el junco de Orfeo!”

Por una notable coincidencia, Breton se llevó consigo los volúmenes de Fourier cuando visitó las reservas Hopi en Arizona, en agosto de 1945. Un pasaje de la Oda evoca la emocionante huida de las ataduras del mundo moderno y el descubrimiento de una cultura misteriosa y amenazada en estos pueblos encaramados en las altas mesetas desérticas. El diario de viaje de Breton, repleto de notas etnológicas, da fe de su apasionado interés por los Hopi. He aquí un folleto dominado por el asombro ante el paisaje y un melancólico sentimiento de comunidad con una etnia cuyas creencias suscitan interrogantes primordiales:

“Gran triste pureza se cierne y se sumerge
gran tristeza pura
muy desprendida
montaña casi no terrestre, ya pertenece al cielo
aspira al espacio
elemento aéreo
ellas no sonríen, están desprendidas de todo
El indio mira más allá de sí mismo
continente estelar”.

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13. Arcane 17 (1944)

Desde la formación del grupo, el surrealismo había mostrado interés por el ocultismo, la alquimia, la magia. Desde luego, la figura de un Nicolas Flamel, comerciante parisino al que la leyenda atribuía una actividad de alquimista, había intrigado a Desnos e incluso a Breton: por ejemplo, ciertos fragmentos del Second manifeste —si bien no se trata, como se ha afirmado a la ligera, del desarrollo inicial sobre el “punto del espíritu” en el que se resuelven las contradicciones, idea de impronta claramente hegeliana— se refieren a clásicos, como la Filosofía oculta de Cornelio Agrippa. No hay que confundirse en cuanto al interés, a veces apasionado, que Breton dedica a estos ámbitos o sobre el prestigio que tienen para él los libros de Hermes o el pensamiento de Paracelso: el que se afanaba en proclamar “No estoy a favor de los adeptos” en el primer verso de su poema Pleine marge [Pleno margen] (1940) se niega por la misma a excluir a aquellos quienes, contra las ortodoxias religiosas y a distancia del pensamiento racional, han expresado aspiraciones y sueños profundos del hombre.

En Estados Unidos, con el desmoronamiento general del conflicto mundial, hemos visto que Breton había sentido la necesidad de repensar el surrealismo a la luz de la noción de mito. Con este mismo impulso, se había sumido de nuevo en las obras del exilio de Victor Hugo y había orientado sus lecturas del lado del siglo XIX visionario, particularmente encarnado por el mago romántico Éliphas Levi. Lo cual lo había encaminado hacia el mito del renacimiento contenido en la leyenda de Osiris, y hacia las exégesis del juego de tarot, cuya decimoséptima carta, “la Estrella”, muestra una joven desnuda, esparciendo sobre la tierra fluidos de vida. Así es como nace el proyecto de dedicar un libro al simbolismo del tarot, sobre el cual recopila documentación.

En diciembre de 1943, el hito que supone el encuentro con Elisa, con quien se casa y une su vida para siempre, reorienta el proyecto y lo hace abocar al libro inclasificable, Arcane 17. Se emprende su redacción en 1944, en el transcurso del viaje que Breton hace con Elisa a Canadá, en la península de Gaspesia y después en la región de las Laurentides, momento en el cual le llegan noticias inciertas al principio, luego mitigadas, sobre la liberación de París. De ahí, entre otras tantas resonancias, las que relacionan la situación histórica con la idea de una liberación de la mujer: “Melusina, ya no bajo el peso de la fatalidad desatada sobre ella por el hombre solo, Melusina liberada, Melusina antes del grito que ha de anunciar su regreso…”

Arcane 17 es un exaltado vaivén entre lirismo y meditación; entre la evocación ensordecida de lo trágico de la existencia ––la ocasión de experimentar la misteriosa fórmula mencionada por Éliphas Lévi, “Osiris es un dios negro”–– y un himno a las fuerzas de regeneración que emanan de la mujer, pródiga en amor; entre las tradiciones inmemoriales de la humanidad (Isis y Osiris, la reina de Saba, Melusina, el Apocalipsis) y los espectáculos del mar, de aves o del lago que le brinda el presente; entre destinos individuales de dos seres, aun palpitantes por su encuentro, y destino de los pueblos a la hora en la que ya no está prohibido entrever un más claro porvenir. De ahí, el admirable final del libro en el que la visión del Ángel Libertad, nacido de Lucifer, desvela un sentido que no había explicitado el romanticismo visionario:

“Se ve cómo, pese a la incertidumbre que aún podía contener, la imagen se precisa: es la revuelta misma, la revuelta sola, que es creadora de luz. Y esta luz no puede conocerse sino por tres vías: la poesía, la libertad y el amor, que han de inspirar el mismo afán y converger […] hacia el punto menos descubierto y más iluminante del corazón humano.”

Otro viaje marcará el periodo americano de Breton: en diciembre de 1945, marcha para Haití a dar una serie de conferencias. Impartidas a un público de estudiantes, éstas tendrán un efecto catalizador. La efervescencia tan contagiosa que fomentan terminará por provocar la caída del gobierno. En la primavera de 1946, André y Elisa Breton embarcan para Francia: “Je reviens” [Estoy de vuelta] (Poèmes [Poemas], 1948).

 

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14. El arte primitivo y el arte de los locos: La llave de los campos

El surrealismo, en su rechazo de la racionalidad, sólo pudo descubrir afinidades con expresiones artísticas que escapan a nuestros hábitos de representación. Tras Apollinaire y los cubistas, André Breton no pudo escapar a la gran corriente de interés por el arte africano. De sus visitas al apartamento de Apollinaire, conserva el recuerdo de un misterioso laberinto: “El apartamento era estrecho, pero desigual: era necesario deslizarse entre los muebles que soportaban una serie de fetiches africanos o polinesios mezclados con objetos insólitos”. Observamos como pista reveladora que desde muy joven había adquirido un fetiche de la Isla de Pascua, “el primer objeto salvaje” que poseyó, como recuerda en Nadja. Desde muy temprano, el arte oceánico ejerció sobre él y Éluard una fascinación duradera que se manifestó en su pasión de coleccionistas conocedores: cuando se vieron obligados a organizar una venta conjunta en el Hôtel Drouot en julio de 1931, el catálogo contenía 320 números. Y Breton no esperó al exilio en Estados Unidos para adquirir muñecas Hopi, como lo demuestra la reproducción de una pieza de su colección en la revista La Révolution surréaliste del 1 de octubre de 1927.

¿Por qué estas elecciones, estas atracciones? Breton señala que el arte africano se permite variaciones “sobre las apariencias externas del hombre y de los animales”. Por otra parte, del lado del arte oceánico, “el mayor esfuerzo inmemorial se expresa para dar cuenta de la interpenetración de lo físico y lo mental, para triunfar sobre el dualismo de percepción y representación, para evitar quedarse en la corteza y remontar hacia la savia”. Es necesario haber visto estas figuraciones expresivas y aéreas en el taller de la calle Fontaine, utilizando toda una variedad de materiales, desde conchas hasta plumas y corcho, con sorprendentes recursos de inventiva. Al anochecer, no se veían más que siluetas oscuras; sólo los ojos del gran Uli de Nueva Irlanda, colocados sobre el escritorio, brillaban con un resplandor mineral, como un vestigio de esas “ansiedades primordiales” reprimidas por la vida civilizada, de las que habla Breton en Océanie [Oceanía] (1948):

“Oceanía… de cuánto prestigio habrá gozado esta palabra en el surrealismo. Habrá sido uno de los grandes guardianes de las esclusas de nuestros corazones. No sólo habrá bastado para precipitar nuestro ensueño en el más vertiginoso de los cauces sin orilla, sino que tantos tipos de objetos que llevan su marca de origen habrán provocado soberanamente nuestro deseo”.

Continuó la búsqueda de los recursos del “alma primitiva” a lo largo de su vida en el arte autóctono de América del Norte y el de los esquimales.

El antiguo interés de Breton por las “expresiones de la locura”, que encontró su conmovedora consagración en Nadja, se confirma en un ensayo con el revelador título L'Art des fous, la clef des champs [El arte de los locos, la llave de los campos] (1948). Aquí se afirma la más auténtica liberación de los mecanismos de la creación artística:

“Por un impactante efecto dialéctico, el encierro, la renuncia a todos los beneficios y a todas las vanidades, a pesar de lo patético que individualmente presentan, son ellos los garantes de la autenticidad total que hace falta en todas partes y de la cual cada día nos impregnamos más.”

Significativamente, en las paredes de este taller de Bretón donde las obras son convocadas para intercambiar resonancias misteriosas, las composiciones de los artistas se mezclan con objetos primitivos o populares, o se codean con producciones extremadamente minuciosas de aquellos “que hemos colocado en la categoría de enfermos mentales”, retomando una expresión del Surréalisme et la peinture. En L'Art des fous, la clef des champs, Breton adopta esta hermosa fórmula de Lo Duca:

“A nuestros ojos, el auténtico loco se manifiesta a través de expresiones admirables en las que nunca se ve constreñido, ni sofocado, por el objetivo razonable. Esta libertad absoluta confiere al arte de estos pacientes una grandeza que sólo encontramos con certeza entre los Primitivos...”

 

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15. Le surréalisme et la peinture

Atraído desde joven por las artes plásticas, Breton, cuyo planteamiento es completamente ajeno a la crítica de arte habitual, no ha dejado de reflexionar sobre las obras que tuvieron el poder de turbarlo, y sobre las fuerzas que las hicieron nacer. Si bien está interesado por los medios de expresión y particularmente por procedimientos –collage, frottage, técnicas del automatismo– fecundos en revelaciones imprevisibles, se vuelve ante todo hacia ese “modelo interior” de la obra, análogo al material onírico.

El cubismo, del cual Breton ha reconocido el valor pionero, a la par que deploraba el excesivo recato de sus representantes –a excepción de Picasso–, ya se había adentrado de manera decisiva en la contienda contra el arte de imitación. En las páginas que abren Le Surréalisme et la peinture, publicadas en julio de 1925 en La Révolution surréaliste, se desprende una de las ideas que rigen su reflexión estética:

“Una concepción muy estrecha de la imitación, designada como objetivo para el arte, está al origen del grave malentendido que vemos perpetuarse hasta hoy en día. Basados en la fe de que el hombre es capaz de reproducir, con un éxito más o menos afortunado, la imagen de lo que lo conmueve, los pintores han demostrado ser en demasía conciliadores con la elección de sus modelos. El error cometido fue el de pensar que el modelo no podía sacarse más que del mundo exterior, e incluso fue el mero hecho de pensar que podría ser sacado de allí. Ciertamente, la sensibilidad humana puede conceder al objeto de apariencia más vulgar una distinción del todo imprevista; no deja de ser cierto que es hacer un uso pésimo del poder mágico de la figuración, del cual algunos de ellos poseen el talento, el hacerlo servir para la conservación y el apuntalamiento de lo que existiría sin ellos. […] La obra plástica, para responder a la necesidad de revisión absoluta de los valores reales, sobre la cual hoy en día todos coincidimos, se referirá, por lo tanto, a un modelo puramente interior, o no será.”

No hay que restar importancia al alcance de este nuevo criterio, que parece ser desmentido por ciertas obras exaltadas por el surrealismo y supuestamente fieles a la representación figurativa. Pero más allá del respeto ilusionista por las apariencias, se trata en realidad de una manera de desencaminar al realismo, como lo muestra esa impresión de malestar surgida de ciertas composiciones de Max Ernst, con una precisión tan alucinatoria. La obra no existe, a ojos de Breton, más que si explora los territorios de lo onírico y lo inconsciente.

Esta exploración puede despertar angustias soterradas, arcaicas. Breton ha expresado mejor que nadie la inquietante extrañeza de las composiciones de Chirico: plazas desiertas, sombras fatídicas, maniquíes inhumanos y congelados, objetos con un simbolismo sexual sumamente concertado, relojes que parecen ya haberse detenido definitivamente. Todo ello nos hace oír, como lo escribe Breton, “la voz, irresistible e injusta, de los adivinos”. A su vez, le llamarán la atención Picabia, con sus figuras “mecanomorfas”; Dalí, haciéndose analista de sus propias fantasías según su método “paranoico-crítico”; Tanguy, “el pintor de las espantosas elegancias aéreas, subterráneas y marítimas”; la obra de Miró, “ventana abierta de par en par sobre aquello de los árboles en flor que la borrasca, a lo lejos, podía haber dejado intacto”; Magritte quien, tomando partido por la figuración, hace que despierten los objetos del cotidiano a su “vida latente”; Masson pintor de metamorfosis, de “fenómenos de germinación y de eclosión”, inigualable en el dibujo automático rápido y firme en el pulso; el pintor chileno Matta, a quien Breton reconoce el mérito de haber extendido “el ámbito de lo visible”. Sería imposible citar a todos aquellos que ejercieron su fascinación sobre Breton. Pero ¿cómo olvidar a Marcel Duchamp, “a la vanguardia de todos los movimientos modernos”, el hombre de la “negación-límite”, jugando con los recursos siempre renovados del humor?

Toda su vida, Breton no dejó de desarrollar una rica y densa reflexión sobre las condiciones y las modalidades del funcionamiento del automatismo. Si los resultados de vertiente escrita de esta práctica lo decepcionaron, hasta el punto de llevar al desapego por dicha actividad, en cambio, el proceso creador en marcha en las obras plásticas, con su intensa carga poética, solicitó constantemente su atención. Supo mejor que nadie escrutar la diversidad de los gestos y de las prácticas del automatismo, en particular los collages, los frottages y las decalcomanías de artistas cercanos. A la búsqueda, también, del aventurado “recorrido pedregoso” del inconsciente, algo recibieron éstos del surrealismo, o bien le comunicaron incitaciones nuevas. Breton suele referirse a la “lección de Leonardo”, alentando a sus alumnos a inspirarse de las formas que harían surgir de la contemplación de un muro desvaído. En la hoja de un Max Ernst entregado al frottage, las rugosidades del soporte hacen aparecer formas sorprendentes e inspirantes. El collage, ensamblaje aleatorio de fragmentos recortados en grabados o catálogos, es fuente de hallazgos para el artista, como lo es para el poeta la imagen surrealista.

Escrito en colaboración con Gérard Legrand, L’Art magique [El arte mágico] (1957) emprende un recorrido enciclopédico a través de las formas de la actitud mágica, para acercarse una posible definición del arte mágico. Tomando como punto de partida una concepción muy amplia según la cual toda obra de arte sería mágica en su génesis, la obra no puede “acotar como arte específicamente mágico más que aquel que re-engendra de algún modo la magia que lo ha engendrado”.

Podría resultar extraño que Breton, en el último periodo de su existencia, haya escrito ante todo sobre arte: páginas, las más de las veces, fervorosas, entusiastas, dedicadas a veces a artistas no reconocidos por entonces, que su perspicacia sabía distinguir. Hasta su muerte (1966), supo mantener intacta su capacidad de maravillarse y de esta manera, dejar patente su ahondamiento en la voluntad de liberar al hombre, que pasaba también por la liberación de su visión.

 

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© Étienne-Alain Hubert y Philippe Bernier,
Association Atelier André Breton, 2014