Presentación

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En casa de André Breton, por Julien Gracq

“Las dos habitaciones, separadas en altura por una corta escalera, incluso en los días de sol y a pesar de los altos ventanales de taller, me parecieron siempre oscuras. La tonalidad general, verde oscuro y marrón chocolate, es la de los antiquísimos museos de provincias. Más que al tesoro de un coleccionista, el revoltijo, al que era imposible quitar el polvo completamente, de objetos con relieves angulosos, objetos ligeros casi todos: máscaras, tikis, muñecas indígenas donde predomina la pluma, el corcho y el tapón de paja, hace pensar a primera vista, con sus armarios acristalados que protegen en la penumbra una colección de pájaros de los trópicos, en un gabinete de naturalista, y en la reserva, en desorden, de un museo de etnografía. La abundancia de objetos artísticos colgados por todas partes en las paredes redujo poco a poco el espacio disponible; por allí no se circula sino según unos itinerarios precisos, ordenados por el uso, evitando a lo largo de su ruta las ramas, las lianas y las espinas de una senda de bosque. Sólo ciertas salas del Museum, o también, el local sin edad que albergaba la Geografía en la antigua facultad de Caen, me han producido tal impresión de día lluvioso e invariable, de luz como envejecida por el amontonamiento y la antigüedad sin fecha de los objetos salvajes.

Nada ha cambiado aquí después de su muerte: ¡diez años ya! Cuando venía a verlo, entraba por la puerta del otro rellano, que daba a la habitación alta. Él se sentaba, con la pipa en la boca, detrás de la pesada mesa en forma de mostrador, sobre la que el revoltijo de los objetos desbordaba ya —a su derecha, entonces en la pared, El cerebro del niño de Chirico—, poco vivo él mismo, poco móvil, casi leñoso, con sus grandes ojos pesados y apagados de león cansado, en el día marrón y como oscurecido por unos ramajes de invierno —figura antigua y casi sin edad, que se sentaba ante su mesa de orfebre y de cambista, que parecía invocar en torno a ella esas pesadas pellizas que pueblan el claroscuro de los cuadros de Rembrandt, o la zamarra del doctor Fausto: un doctor Fausto siempre a la escucha apasionada del rumor de la juventud, pero solamente hasta el pacto (excluido), y todas las tardes retirado entre sus cuadros, sus libros y su pipa, después del café, en el cafarnaún poblado de nigromante que era su verdadero traje, en medio del sedimento acumulado e inmóvil de toda su vida—. Pues todo, en el interior —y una sola visita sugería dejar a la palabra toda su fuerza— de ese fanático de la novedad, hablaba de inmovilidad, de acumulación, del polvo tenue de la costumbre, del orden maniático e inmutable que una criada duda en alterar. Muchas veces intenté con curiosidad imaginarme (pero Elisa Breton, la única que podía hacerlo, no descorrerá ese velo) las tardes, las mañanas de Breton en su casa, de Breton solo; la lámpara encendida, la puerta cerrada, la cortina echada sobre el teatro de Mis amigos y yo. Muchas razones me permiten creer (últimamente, un pequeño cuaderno que contiene dibujos, autorretratos, direcciones imaginarias de las cartas, frases que anotaba al despertar) que era en esas horas supuestas del trabajo solitario cuando daba acogida con gusto a las nimiedades encantadoras de la vida, trazando, vagando, libando en el sotobosque de su museo, y siempre dispuesto a retrasar soberanamente el momento poco apetitoso de escribir. Ese placer que sentía por la vida inmediata hasta en sus dones más pequeños, hasta en sus migajas —placer siempre nuevo y renaciente, siempre deslumbrado, incluso en la vejez—, nada me lo volvía más cercano ; nada era más limpio que esa atención inagotable concedida a la felicidad del momento, para hacer verdaderamente con él en todo instante florecer la amistad. Pienso en los salvajes y áridos elucubradores que llegaron después, irrisoriamente ocupados en rehacer sobre conceptos —como se compra sobre plano— un mundo previamente vaciado de su savia y que empezaron pronto por resecar, justiciables por ello con las palabras de Nietzsche: “El desierto crece: desgracia para aquel que lleva en él desiertos”. Es cuando la exuberancia de la vida se empobrece que asoman la punta de la nariz, enardecidos, los hacedores de planos, y los técnicos en proyectos; después de lo cual, llega el momento en el que ya no queda sino empobrecer la vida aún más, para desescombrar la planificación. Había aquí un refugio contra todo lo maquinal del mundo.”

© Julien Gracq, Leyendo escribiendo, Madrid, Ediciones y Talleres de escritura creativa Fuentetaja, 2005 (trad. Cecilia Yepes), p. 247-250. [Julien Gracq, En lisant en écrivant, Librairie José Corti, 1980 (p. 249-251) con la amable autorización del autor.]